La Mareta – texto para la exposición Tenerife Island City, Londres
La Mareta, agosto de 2006
Salka, que lleva unos nueve años entre nosotros, tiene ya dieciséis años. Mientras escribo estas líneas ella chapotea, abajo en el patio, en una piscina de plástico, de unos tres metros de diámetro, que Mariel le compró hace unos días. Aquí arriba, en la terraza, el sonido de las olas asegura la presencia próxima del mar. Levanto la cabeza del ordenador y me paro en la superficie azul del mar y en como se funde en el otro azul del cielo, con el horizonte siempre presente. Y entre la pequeña playa de arena negra y callao y los apartamentos la suave loma de tosca parda, cruzada por el pequeño y bravo barranquillo, cargada de matices, de claroscuros, tapizada por un manto efímero de color rojo intenso, que, sorprendentemente, surge y desaparece con los meses más cálidos, y que ya, lentamente, comienza a secarse diluyendo su atrevimiento en el árido espesor de la tierra seca y dura.
Bordear la costa es posible a través de veredas, rocas, calas, caminos e invernaderos de líneas interminables de cajas blancas, que supongo esconden preciadas y mimadas semillas. Unos veinte minutos de paseo, alterado ocasionalmente por perros que aparecen de aquí y de allí, nos lleva hasta la sorprendente playa, también de arena negra, de La Tejita, azotada por el fuerte viento y el oleaje frecuentemente intenso, flanqueada por la Montaña Roja, imponente por su presencia y forma ondulada, tallada, al parecer, intencionadamente, proporcionada a la longitud de las suaves arenas de las que emerge. Detrás se esconde el Médano, uno de los lugares de veraneo de mayor tradición en la costa sur de la isla, frecuentado por turistas, pero ocupado masivamente por residentes durante los meses estivales. El viento caracteriza el lugar y sus huellas se siguen en la arena, pero también en sus cielos, donde las velas multicolores de tablas y cometas aletean en brillos y destellos bajo el intenso sol.
La vuelta del paseo enerva mis ánimos. ¡Que sucios somos ! Bolsas de plástico, latas, botellas, zapatos olvidados, papeles, caca de perros y de qué se yo, plantas escachadas por motos de trial y de esas otras, horteras, de cuatro ruedas, y como no, arquitecturas que en lugar de construir los lugares los humillan y destrozan salpicando las espaldas del mar a lo largo de toda la costa insular.
Crecí en un ir y venir de Santa Cruz y La Laguna al Puerto de la Cruz en el norte, húmedo y verde en contraste con el sur, donde nuestra abuela tenía una casa patio maravillosa, del siglo dieciocho, de tres plantas de altura, también de espaldas al mar y al muelle, pero sobria, sólida, de muros de piedra blancos y balcones, ventanas, escaleras, barandas y pisos de tea cálida y viva. Dormíamos los pequeños en un cuarto inmenso, atrás, vigilados por nuestra abuela. Mis primas, mi hermano, yo y, a veces, alguna tía. Recuerdo aquellas noches de risas y de olas, de postigo abierto, de mil estrellas y cielo intenso y de luna siempre llena.
Mi padre tenía un escarabajo, primero negro, que luego cambió por uno casi blanco. En éste nos movíamos los fines de semana cuando íbamos y veníamos … mis padres, la abuela, nosotros, las primas, mi tía. A veces lo hacíamos en el Mercedes de mi tío, menos apretados y cada uno, casi ya, sentado en su sitio; y disfrutábamos del paisaje soleado de medianías con el Teide a un lado y el mar, igual de inmenso, al otro. Así, en ese constante ir y venir, fuimos testigos de la paulatina y desordenada ocupación de las laderas de Tacoronte, El Sauzal, La Matanza, La Victoria, Santa Úrsula, La Orotava, del Valle de La Orotava, que Humboldt tanto exaltó, y del Puerto de la Cruz, porque allí parábamos, ya que la ocupación del territorio continuaba por el norte hacia el sur.
Crecí por tanto en la desconfianza hacia nuestras maneras de hacer y en la voluntad de aprender y procurar otra actitud.
El desarrollo posterior de los enclaves turísticos en el sur de la isla, cargados de arquitecturas autistas, ajenas al lugar, avivó aún más el deseo de adoptar otra intención ya experimentada por puntuales y excepcionales intervenciones en el territorio insular.
Estudié arquitectura por casualidad. Porque lo hacían mis amigos y porque era una de las opciones para salir de casa. Así pasé los tres primeros años en Gran Canaria y luego los cuatro restantes en Madrid, donde acabé ya hace unos cuantos años. Enseguida regresé a Tenerife, donde he trabajado mucho y mal desde entonces. Años de despiste y desilusión, de sentir pesimista ante el desorden apreciado y de desconcierto en la respuesta a aportar.
Sólo los amigos, que tanto me han arrastrado en continuas colaboraciones, y el incentivo, cada vez más frecuente en Tenerife, de constantes arquitecturas, enormemente comprometidas, que han ido definiendo una actitud, me han animado a no decaer e insistir en buscar un camino. Y para ello ha sido esencial el proceso reflexivo, crítico y autocrítico, propiciado por las diferentes actividades que hemos programado estos años desde el Colegio de Arquitectos en Tenerife y que tiene, quizás, su punto de arranque consciente con el ciclo de conferencias Arquitectura y Paisaje y que luego continuó con el taller Rehacer el Paisaje y posteriormente con los Paisaje Reciclado, Paisaje Fronterizo, Paisaje Epidérmico, la publicación de Charcos con Jordi Bernadó, el inicio de la edición de la colección Documentos de Arquitectos Canarios con el primer volumen dedicado a Rubens Henríquez, etc. Agustín Ibarrola, Florian Beigel y Philip Christou, Iñaki Ábalos, …, y, especialmente, Jordi Bernadó, me ayudaron con los ‘paisajes inequívocos‘ y el cambio de actitud hacia una posición, por fin ya, optimista y positiva con respecto a las enormes posibilidades de actuación que el degradado territorio insular posibilita.
Así, en el año 1997 decido cambiar de despacho y ‘borrar’ mi pasado: Aprovechando una tarde tranquila de domingo, cuando la calle descansa vacía, arrastro furtivamente un contenedor de basuras hasta situarlo adecuadamente bajo la ventana del estudio situada a poco menos de dos metros sobre la acera, ajusto el freno de sus ruedas, levanto su verde tapa y la acompaño hasta acomodarla sigilosamente a uno de sus lados, miro alrededor asegurando estar solo y salgo corriendo, entro apresurado en el despacho, subo la amplia hoja de guillotina, oteo abajo el fondo del contenedor e intuyo el acierto de la idea. A partir de ahí, y en unos minutos arrojo al exterior, casi sin mirar, todo lo que puedo, todo. Feliz, inmensamente feliz, lanzo en muy poco tiempo todo aquello que me sobra. Exhausto, pero contento, salgo disparado al exterior y con un esfuerzo inmenso arrastro de nuevo el contenedor, esta vez rebosante de papeles, planos, proyectos y carpetas, hasta su esquina habitual. A penas me quedan fuerzas para cerrar la tapa. No ha pasado ‘nada’. En la oficina, atrás, solo algunos buenos recuerdos, a la espera de un nuevo destino.
Y a partir de entonces, en Ifara – al lado de las casa ‘baratas’ de Rubens Henríquez, donde vivimos, balcón excepcional escalonado en las laderas sobre Santa Cruz de Tenerife, el mar y el horizonte, esa línea siempre presente en nuestras vidas – y lo que antes se intuía ahora pasa a ser una obsesión casi irrenunciable en la base de todo el trabajo.
Salka me coge de la mano. Su piel, suave, me hace ‘volver’. Me levanto y le cambió el dvd, que con señas, ha elegido. Al fondo el mar. Vuelvo a levantar la cabeza; la tarde cae. El horizonte, enmarcado por el alero inclinado y rugoso, se tiñe de luz tenue y cálida.
Ya es casi media noche. Aún es diez de agosto, noche de luna inmensamente llena. Mañana la marea será la más alta del año. El mar ruge en la oscuridad de la playa y la luna resplandece a un lado, sobre la Montaña Roja. Me incorporo para asegurar que lo que describo es así. La montaña está un poco más al fondo. Una pardela cruza por encima de la terraza, ¿ han oído alguna vez su graznido ? … Bajo un momento … ya todas duermen. Las luces están apagadas. Subo y la pantalla del ordenador está llena de pequeños bichos, que no logro ahuyentar con las manos. Soplo con intensidad y desaparecen.
De la época anterior a la nueva oficina preservo la costumbre, ya una tradición, de colaborar con diferentes compañeros en todos los trabajos que puedo. ¡Una suerte y un regalo para aprender ! Por el camino muchísimas: con Iñaki Ábalos y Juan Herreros en la construcción de su Aula Medioambiental en el vertedero de Arico, que recuerdo por lo que ha significado de oportunidad para reflexionar sobre otra manera de intervenir en el paisaje desde conceptos más cultos y objetuales; con Herzog & de Meuron en el desarrollo del proyecto y la construcción del Centro Cultural Eduardo Westerdahl en Santa Cruz de Tenerife, aún en fase de ejecución después de ocho años de trabajos en común, por todo lo que ha supuesto el conocer de cerca su manera de organizar y desarrollar sus proyectos en el estudio de Basilea, inmenso laboratorio de ideas, y por la gran lección de cómo construir el espacio público implícita en la concepción e implantación del complejo cultural en Santa Cruz; con Eladio Arteaga, del que tanto he aprendido, y que ha tenido, a mi entender, su mejor resultado en la Casa en la calle Santa Rosalía para José Ángel, también en Santa Cruz de Tenerife; y las tan especiales con Pepe Sosa; José Lorenzo García; Antonio Corona, Arsenio Pérez y Eustaquio Martínez; Ramiro Cuende; Miguel López y Juan Antonio González; y tantas otras más.
Y en este tiempo también con Eustaquio, Taqui, a solas, cuando dejó el estudio que compartía con Antonio y Arsenio desde principios de los años ochenta y, desconcertado, no sabía dónde ir. Habían formado uno de esos despachos referenciales en Canarias. Con arquitecturas destacadas. Fueron Premio Canarias con la Estación Marítima para el Jet Foil en un muelle del puerto de Santa Cruz de Tenerife y han recibido diferentes reconocimientos en distintas ediciones de los mismos premios; que ahora recuerde: viviendas de protección oficial en Los Realejos, en El Gramal, en Santa Clara, en María Jiménez, en Cuevas Blancas y por la obra que les ha llevado al máximo reconocimiento, el Aeropuerto de Los Rodeos en el norte de la isla, seleccionada para la exposición On-site, New Architecture in Spain, en el MOMA de Nueva York.
Taqui estaba depresivo. Y desarraigado. Le ofrecí utilizar el estudio hasta tanto decidiera qué hacer. Y en éste, cual ‘ókupa’, pronto ‘acampó’, acompañado de sus cosas, y de sus gentes, y de las fotos de sus niños, que desde un principio colgó en las hasta entonces inmaculadas y blancas paredes. En unos cien metros cuadrados convivimos durante un tiempo. Y de esa etapa enormemente apretada pero igualmente enriquecedora y fructífera surge el proyecto de La Mareta.
Entre carrera y carrera, un día, Taquí, que andaba siempre al ‘quite’ para arrastrarme y sentarme junto a él, me agarró por un brazo y me planteó la posibilidad de llevar juntos una dirección de obras para Andrés Secades y Farragú ( ‘El Farra’ ), un arquitecto técnico que conocíamos hacía unos años y un conocido constructor de estructuras con el que ya había tenido la ocasión de ‘pelearme’ en alguna ocasión. Habían comprado una parcela con proyecto y licencia de obras concedida en un sitio maravillosos en el sur de la isla, en La Mareta, entre Montaña Roja y Los Abrigos, en Granadilla de Abona, frente al mar, donde nadie delante podría construir. Entre tanto lío el proyecto a dirigir no era precisamente atractivo como para aceptar así como así. ¡ Es de agradecer la confianza que depositan en ti, pero ya no estamos para estas cosas !, sentencié. ¡ Pero cabe la posibilidad de ofrecerles una alternativa al proyecto ¡, respondió … Se hizo un silencio, escéptico lo miré y marché. ¡ Está fatal !, pensé. Y como casi siempre, me equivoqué. A los pocos días Taqui me sorprendió con la noticia: ¡ Quieren que lo intentemos !
Aquello, que comenzó como una broma, era ya una certeza. El proyecto organizaba diecinueve apartamentos en tres líneas paralelas a la carretera. Estudiando detenidamente la topografía propusimos distribuir dieciocho unidades en tiras escalonadas perpendiculares a la vía, garantizando las vistas de cada una sobre el mar y el horizonte. Con agilidad, y entre viaje y viaje, intercambiamos croquis hasta pronto asegurar el objetivo a alcanzar. Convencida la propiedad, aún hoy me pregunto su razón, lanzamos el proyecto con la ayuda de Elena y de Julia; corriendo, con la presión de la licencia ya concedida. En pocos meses, y gracias al empuje de Taqui, ya estábamos en la obra.
Trabajar en el sur es como hacerlo en el tercer mundo. Todo es un desastre. No recuerdo los encargados que tuvimos. La obra la ejecutaron Andrés y Farragú con su equipo. El Farra, gran madrugador, llegaba por las mañanas muy temprano en su flamante Ferrari, o en algún otro de sus fantásticos coches, para desorganizar lo desorganizado. Andrés, auténtico responsable de nuestra presencia, se acercaba más tarde, realmente cuando podía, pues sus ‘obligaciones’ le hacen muchas noches acostarse tarde. El replanteo y el movimiento de tierras ya fue particular y la cimentación se encofró con retales de madera aparentemente utilizadas ya en la época de la ‘conquista’. De los dieciocho apartamentos hay quince de dos dormitorios iguales y tres de un dormitorio, también iguales entre si. Pues por obra del destino o de la brujería o de no se qué, de los quince no hay dos que midan lo mismo. Las puertas de entrada tienen una hoja practicable y otra, pequeña, fija. Pues ésta en alguna de las viviendas ha desaparecido. Pero esto es sólo una anécdota. No digamos del día que llegamos y, alarmados, observamos que se había terminado un techo sin previamente hormigonar un pilar en su esquina. O las batallas con los yesistas, que no hablaban castellano, y que venían de Rumanía creo, y que no sabían lo que era una arista, un nivel o un plomo, o con el electricista, empeñado en dejar todos los mecanismos torcidos, o con el fontanero, con el que aún tiemblo, porque no sé si llego a conectar los desagües a la red general, o con el carpintero, que nos colocó unas lamas de madera de primera calidad, especialmente tratadas para un ambiente marino, y que han tardado seis meses en doblarse como sábanas, o con los que colocaron las impermeabilizaciones, y que a pesar de la reiteradas ‘broncas’ han conseguido que en pocos meses ya afloren humedades aquí y allí.
Y a pesar de todo Mariel y yo hemos comprado uno. ¡ Masoquistas que somos !. Al lado se ha quedado con otro Andrés. Ambas familias hemos coincidido aquí estos días de vacaciones.
Son las once de la mañana y es el propio Andrés quien sale al patio en bermudas de colores naranjas, desgreñado y con los ojos hinchados. Le leo el párrafo anterior y, resignado, ríe. A mi me saltan las lágrimas; de la risa … o del miedo a que los apartamentos se acaben por caer o que se los lleve el mar o el barranco cuando corra.
Taqui viene el domingo con los suyos, a pasar el día.
Este lugar es, a pesar de todo, un regalo, un privilegio, pero estos días, también, la cara de la paradoja.
Aquí se hace palpable que nuestras exigencias y nuestra relativa escala de preocupaciones se presenta como absurda en contraste con la necesidad y el valor que impulsa a cientos de personas a arriesgar sus vidas en la esperanza de alcanzar un mundo mejor … y que les lanza desde la ribera africana a intentar, en cayucos, alcanzar la costa de sus anhelos. Estos días han llegado, a las playas de aquí en frente, unos cinco, cargados con más de trescientas personas. En la playa del Confital, a dos pasos de los apartamentos, yace en la arena todo lo que traían: ropas, zapatos, cinturones, abrigos, bolsos, bidones de gasolina y de agua y más y más zapatos. El oleaje, bravo estos días, como encorajinado ante tanta injusticia, ha esparcido todo lo dejado irresponsablemente por quienes tenían que retirarlo. Y esas ropas sucias y ajadas – mojadas de miseria, de hambre y lloro, de angustia y de terror, de tortura, de inacabable desgracia, de hipócrita solidaridad – clavadas en la arena nos recuerdan esa tremenda paradoja de esta vida absurda, como espina aferrada en el alma rota. La tele, al fondo, insiste en la triste y repetida noticia: dieciséis personas muertas de hambre y sed en un cayuco que acabó por hundir su sueño…
Y de vuelta a lo que carece de importancia, así explicamos recientemente, con ocasión de la presentación del trabajo a los Premios de Arquitectura de Canarias que se convocan cada dos años, de forma sucinta, los objetivos e intenciones considerados:
Se nos plantea por parte de la propiedad la posibilidad de dirigir la obra de un proyecto de diecinueve apartamentos con la licencia municipal concedida y redactado desde otra oficina ajena.
Preocupados por la manera de construir el territorio, el espacio turístico y la costa, cargada de arquitecturas especulativas, descolocadas, desproporcionadas, ajenas a las condiciones inequívocas del lugar sobre el que se imponen, se sugiere la oportunidad de desarrollar un nuevo proyecto que intente una reinterpretación de los valores intrínsecos del sitio, procurando, como premisa de partida, y respetando la edificabilidad del proyecto original, la visión de todos los apartamentos al mar y al horizonte.
Se plantea, a partir del estudio minucioso de la topografía de la parcela ( ubicada en un lugar privilegiado en el sur de la isla, frente a una pequeña playa, en el límite del suelo edificable de la urbanización La Mareta, entre éste y el barranco y el suelo protegido, a dos pasos de la Montaña Roja y de los Abrigos ) el encaje preciso de la sección y de los volúmenes, como una parte del perfil de la isla, desde Las Cañadas hasta la arena y el mar.
Los dieciocho apartamentos posibles se organizan en franjas perpendiculares a la carretera; escalonando las unidades con vistas siempre al mar. Se agrupan como casas patio, cerradas al este, protegiéndose ante los fuertes y continuos vientos del noreste, y abiertas al sur y al oeste, al horizonte y al paisaje protegido. ( Entre paréntesis se agrega este párrafo extraído de un artículo de periódico donde se hace referencia a las cinco menciones concedidas recientemente por el jurado del Premio en esta su última edición: Las viviendas se desarrollan en dos plantas. En la planta superior se localizan las estancias comunes, la cocina y el estar con vistas al mar, y en la planta inferior, de carácter más privado, los dormitorios y los baños en torno al patio ajardinado ).
La segregación de los volúmenes construidos, posible por el tipo de agrupación propuesto, posibilita la apertura de visuales transversales desde el Teide al horizonte, a modo de corredores o barrancos de luz.
El control de las dimensiones, de las alturas, de las proporciones, de las escalas, de los materiales elegidos, obedece a la voluntad de procurar la mayor coherencia posible en la manera de plantear el diálogo con el sitio: A modo de piedras depositadas sobre la arena, la intervención trata de construir el territorio ‘reinterpretando y realzando su carácter, ofreciendo una nueva escenografía, conscientemente artificial, que invite a reflexionar … a reconfigurar (¿?) … la conciencia que tenemos sobre una realidad.’
Pero todo esto, ante la cruda realidad, la de verdad, la auténtica, no deja de ser pura vanidad y absurda banalidad.
Salka nos espera; iremos a pasear a la playa o a la piscina de agua salada, donde tampoco debemos bañarla. Sin querer se bebe el agua fresca y se pone mala. Seguramente acabaremos chapoteando con ella en la piscina plástica de agua dulce del patio; chapoteando el calor y, porqué no también, la gratitud por tanta suerte …